lunes, 1 de febrero de 2010

Caballero Diego, a quien también dolió la vida

Desde niño, siempre escuchaste de tu padre que, para andar por el mundo, había que ir con “paso corto, vista larga y uña de gavilán”.

Caminaste en derechura, Diego. Sin detenerte jamás, pero con paso corto, sin aspavientos, sin grandes pretensiones, sin pasiones. Desarrollaste vista larga, y el profundo y claro conocimiento de las cosas te espoleó a escalarte a ti mismo, a ascender por tus propias miserias hasta allí donde veías luz. La vida te armó caballero: tú siempre te exigiste lo máximo. Incorporaste los más elevados ideales de pureza a tu proyecto de vida, e hiciste fácil lo más difícil: consumar ese proyecto.

Bien sabías que la de la Caballería era vía de servicio, que no de privilegio. Acudiendo presto en socorro del menesteroso allí donde apareciera, fuiste caballero para los hombres por tu nobleza y por tu generosidad; eligiendo la virtud por su belleza, te convertiste en caballero, sin más…Jamás buscaste gloria ni te regocijaste en alabanzas.

Tu inquebrantable integridad de ánimo, tu arrolladora disposición para la acción, tu vigorosa alegría, se antojaban peligrosas por su cualidad de contagio. Cómo deseé ver multiplicada por cien mil veces cien mil mi capacidad, para haber podido seguirte el paso, para haber asimilado siquiera una cienmilésima parte de cuanto compartías… Apenas pude servirte como escudero en algún que otro lance, pero esto fue un altísimo honor. Y no piense nadie que quien este sentimiento manifiesta padece el mal del culto a la personalidad, que es sencilla admiración por la virtud, la humildad y la verdad.

Sacudiendo el letargo ajeno, a todos invitabas a compartir tus aventuras. Rezumando humanidad, proponías mil excursiones en la búsqueda de un mundo mejor, en el que la humanidad entera formara una sola fraternidad, en el que no cupiera esperar la unidad de las culturas, pues se habría instalado en él la Cultura de la Unidad. Por eso nos recordabas que ningún hombre debería sentirse feliz mientras supiera que existen, cerca o a mil kilómetros, personas desgraciadas, que, donde hubiera un hombre pidiendo ayuda, deberían surgir ejércitos dispuestos a prestársela.

Porque, sí, nos decías que habíamos venido al mundo para ser felices, y, como dijera el filósofo Alain, “La felicidad no es el fruto de la paz; la felicidad es la paz misma”.Y ése fue tu empeño: que la paz se instalara en el mundo, en cada nación, en cada ciudad, en cada persona… La paz como disposición personal interna, que se alimenta de amor al prójimo. “Albacete al margen de la guerra”: algún día será.

Supiste crear un vínculo especial con cada uno de tus amigos, incontables; y esto sin proponértelo y sin esfuerzo alguno. Pero, llegado el momento, también nos decías que, para ciertos menesteres, “las bandas son de a uno”.

Luego, tiempo para solazarse, sin dejar nunca de tender un puente entre lo sagrado y lo profano. Mundos arquetípicos. Urqalia. Mitología ibérica. Vino blanco en vaso azul, hasta que amañane.

Diste servicio a destajo. Tu mano siempre tendida, dando consuelo y consejo. Sacaste provecho a la vida, y, sin siquiera buscarlo, fuiste guía de perplejos.
Parco fue tu reproche; magnánimo siempre el juicio: como mucho alguna chanza. “Se va adentrando la noche, y, ya cumplido el servicio, me voy poniendo una manga”.

Te quedaba un afeitao y no nos dijiste nada. Sin tan siquiera avisar, la segunda colocaste. Ya te han lavao la ropa, aquí acabó tu viaje. Alzada por ti la copa, recordando tu mirada, las palabras se me acortan, van a ninguna parte. Tal vez algún día puedas lo de la uña explicarme. Y, aunque allí ya no se beba, será un placer escucharte.

¿Va la espuela, hermano Diego?
“Lo que sea menester.
Que si beberla no puedo,
por el hombro la echaré”.

Y así va pasando el tiempo.
No sabemos qué hora es.
“Hazte ya la arrancaera,
no nos vaya a amanecer.
Que, en el reloj de los sueños,
con y cinco son las tres”.

Para terminar, van aquí unas palabras de Alphonse de Chateaubriend, que describe el grabado de Alberto Durero El caballero y la muerte, y que nadie que conociera a Diego osará negar que le son de rigurosa aplicación:

(…) Allá abajo, de donde salió, el Caballero renunció a los ídolos; los ídolos, es decir, todas las cosas temidas o amadas y, ante todo, primero que nada: a sí mismo. Habiendo conocido la miseria de los hombres y la suya propia, quiso salir de esa miseria, quiso liberarse de sus temores, de sus pasiones, de sus pueriles sufrimientos; quiso atravesar este dolor, salir de la profunda mina, entrar en el ámbito de la alegría.

(…) Que todo lo bueno, que todo lo que es sano, que todo lo que es puro, ocupe únicamente vuestro pensamiento y seréis transformados en la propia imagen, de gloria en gloria.

Solaz, Diego, ingenioso hidalgo.

Pedro Pardo